eduardo jordá El Aleph, según Borges, era una esfera resplandeciente -oculta en el sótano de una casa de Buenos Aires- que contenía todos los lugares del universo. Esa esfera es inconcebible en términos de la experiencia humana, pero estoy seguro de que todos nosotros guardamos un Aleph particular en el sótano de la memoria. Y en ese Aleph -mucho más modesto, mucho más limitado- se ocultan todos los lugares que definen el universo que hemos conocido. Si lo aplicamos a la ciudad en la que hemos vivido, ese Aleph -esa esfera diminuta- contiene todos los demás lugares que forman parte de nuestra ciudad. Para los palmesanos, nuestro Aleph particular contiene todos los demás lugares que forman Palma y han sido Palma y serán Palma. O dicho de forma más esquemática, todos los palmesanos guardamos un Aleph minúsculo -yo lo llamaría el Palmeph– que encierra todo lo que es Palma y todo lo que ha sido Palma y también todo lo que será Palma.

En mi caso, el Aleph de Palma estaba oculto en un bar sueco que había en Son Armadans, cerca de la Iglesia Anglicana, en la calle Almirante Cervera. Ese bar siempre estaba cerrado porque los niños que vivíamos en El Terreno y Porto Pi pasábamos por allí muy de mañana, camino del colegio. Aquel bar no tenía nombre, o al menos yo no le recuerdo ningún letrero ni neón ni rótulo. Lo único que lo identificaba era una bandera descolorida pintada junto a la puerta. Ninguno de nosotros había visto nunca aquella bandera, hasta que mucho tiempo después supimos que era la bandera sueca (una cruz amarilla sobre fondo celeste). Cuando pasábamos por allí delante, los niños nos asomábamos a ver el interior del local. Desde la calle sólo se veía la barra y uno o dos taburetes y una hilera de botellas colocadas en un estante. Todo lo demás estaba oscuro, muy oscuro, pero las botellas emitían un brillo tenue que se proyectaba contra la oscuridad. Cuando me sentía triste, y eso ocurría a menudo, iba al bar sueco -aunque entonces yo no supiera que era un bar sueco- y me asomaba a aquel interior en el que sólo se veían las botellas alineadas en el estante. Sólo por mirar allí dentro, sólo por ver aquellas botellas, uno se sentía a salvo de todo mal.

He intentado descubrir cómo se llamaba aquel bar sueco de la calle Almirante Cervera. He buscado en guías de Palma, he preguntado a mis amigos, he consultado blogs sobre el Terreno y Son Armadans, pero hasta ahora nadie me ha podido dar una respuesta. Nadie recuerda haber visto un bar que tuviera una bandera minúscula -una cruz amarilla sobre fondo azul- pintada junto a la entrada. Nadie recuerda la barra, las botellas oscuras, los taburetes alineados en perfecto orden. Yo mismo vuelvo a menudo a la calle Almirante Cervera y busco el lugar donde recuerdo que estaba el bar. Recorro la calle, miro los edificios -casi todos nuevos- y calculo el lugar donde tenía que estar. Es inútil: no queda ni un solo rastro. ¿Fue real?, me pregunto. ¿Existió alguna vez? El Aleph que guardo en la memoria me dice que sí, que aquel bar fue real. Pero nada me puede probar que aquel bar llegara a existir. Peor aún, nadie lo recuerda y nadie parece haberlo visto. O sea que quizá lo único real sea ese débil destello que me llega de no sé dónde y me hace creer que aquel bar del que ya no queda ningún rastro llegó a existir alguna vez. El Aleph, sí, es real, lo único real. Y lo demás, ya nunca lo sabremos.

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