Mi hija nació en 1998. Yo nací en 1956. En términos sociológicos, ella es una “zoomer” y yo soy un “boomer”. Este vocabulario suena a comedia idiota de Hollywood, pero es el que se ha impuesto para denominar a las generaciones que ahora ocupan los dos extremos del arco biológico: los pensionistas, o los que se acercan a la edad de jubilación, que nacieron en los tiempos del boom demográfico de los años 50 y 60, frente a los nacidos alrededor del nuevo Milenio que ahora están empezando a buscarse la vida (la denominada generación Z). En otras palabras, los sesentones frente a los veinteañeros. La generación de los discos de vinilo frente a la generación de las redes sociales. La generación de los que vieron por primera vez un televisor en su casa frente a la generación de los que crecieron con un teléfono móvil en la mesita de noche. Resumiendo, boomers frente a zoomers.
¿Cuáles serían sus características más significativas? Yo señalaría una que me parece muy importante: un “boomer” creció en un hogar donde había hermanos -por lo general muchos- porque la familia era muy grande (y el piso muy pequeño), con padre y madre además de abuelos y tíos y primos. Pero esa clase de familia tradicional resulta inconcebible para un zoomer que se ha criado en un hogar escuálido -y muy a menudo en una familia monoparental, o más bien monomarental- y sin apenas contacto con hermanos o abuelos o tíos. Cuando se habla de la notoria fragilidad emocional de los “zoomers”, se olvida que han crecido en ambientes donde reinaba la soledad y donde era muy difícil el contacto humano y la estabilidad emocional que surge de ese contacto humano. Un zoomer conoce mucho mejor a su mascota que a su padre (suponiendo que lo conozca personalmente). Y evidentemente, estas carencias afectivas tienen que pasarle factura: su mundo emocional está construido sobre arenas movedizas.
Más diferencias. En la era de Instagram y TikTok cualquier adolescente asiste a diario al espectáculo humillante de la felicidad ajena -teatralizada, guionizada, impostada- que percibe como real cuando la suya es precaria o inexistente. De ahí la angustia, de ahí la inseguridad, de ahí la continua crisis existencial. ¿Por qué los demás son tan felices cuando yo soy tan desdichado?, se preguntan los zoomers. Por desgracia, no se dan cuenta de que esos miles de influencers (ellos y ellas) que se exhiben continuamente en las redes sociales son igual de desgraciados que ellos. O mucho más.
Y por último, no se puede olvidar un factor ineludible: el estrés laboral. Los boomers crecimos en un mundo que parecía ofrecernos incontables oportunidades laborales. Sabíamos que con un poco de suerte podríamos encontrar un trabajo medianamente satisfactorio y la consiguiente oportunidad de comprar un piso o una casa (por modesta que fuera). En cambio, los zoomers saben que eso es muy difícil: los trabajos son precarios, los salarios son raquíticos y las oportunidades laborales son escasas. Y en estas condiciones, es imposible plantearse la posibilidad de comprarse una vivienda (e incluso la posibilidad de alquilar un apartamento). Los punks de los 70 decían que no tenían futuro, pero esa divisa es mucho más aplicable a los pobres zoomers.
Y hay una última diferencia, realmente trascendental porque supone un salto civilizatorio equiparable al paso del Paleolítico al Neolítico: la aparición de la Inteligencia Artificial, que va a afectar a los zoomers de una forma que todavía no podemos calcular, pero que va a resultar traumática para muchos trabajos y muchos conocimientos que de pronto se volverán obsoletos. ¿Y qué van a hacer entonces? Nadie lo sabe. No, no, no es nada fácil ser zoomer. En absoluto.
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