Lo malo de la invasión rusa de Ucrania, si dejamos aparte las muertes y el sufrimiento que es mucho dejar, es que pone fin a la arquitectura de seguridad europea tal como se definió en 1945, se consagró en el Acta Final de Helsinki de 1975, se modificó ligeramente tras la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y, en el caso concreto de Ucrania, se fundaba en el convenio de Budapest de 1994 por el que Rusia, como heredera de la extinta URSS, se comprometía a garantizar la integridad territorial y las fronteras de su vecino. Moscú entiende que esa arquitectura ha sido previamente violada por la OTAN con su expansión hacia el Este, en particular hacia los países Bálticos, y que en todo caso no responde a sus actuales intereses. Y la ha dinamitado. Lejos quedan los días (Pacto de París de 1995) en que se pretendía incorporar a Rusia a esa arquitectura de seguridad, algo que no fue posible y que sin duda influyó de forma decisiva en el tránsito de Rusia desde una democracia imperfecta a un perfecto autoritarismo, como dice Kara Murza. Y aún peor es que lo que hace Rusia en Ucrania puede ser anticipo de algo a mayor escala porque son muchos los países que no están de acuerdo con las reglas que rigen el moribundo sistema multilateral que guía el mundo desde 1945 porque o no participaron en su redacción porque entonces eran colonias (India, Sudáfrica, Nigeria…) o porque, como es el caso de China, estaba inmersa en una guerra civil que le dejaba poco tiempo para ocuparse de otras cosas. Estos países estiman que esas normas no responden ni a su cultura ni a sus intereses actuales. Y no les falta razón porque están inspiradas en nuestros valores pasados por Grecia, Roma, el Cristianismo, el Renacimiento y la Ilustración en los que no se reconocen, y que además favorecen a los vencedores de la ya lejana Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué está Francia en el Consejo de Seguridad de la ONU y no la India que también es potencia nuclear y además cuenta con 1.400 millones de habitantes? Es sólo un ejemplo. Hoy asistimos al tránsito desde un multilateralismo basado en la existencia de normas compartidas y aceptadas por todos y de organizaciones internacionales fuertes y respetadas, a un mundo multipolar reconocible en que esas normas se discuten y decaen sin ser todavía sustituidas por otras, y lo mismo les ocurre a las organizaciones. Baste ver lo que ocurre con el foro de resolución de conflictos de la OMC. Es un mundo en cambio acelerado que sacude viejas certezas sin ser capaz de sustituirlas por otras. Al menos hasta el momento. Arnold Toynbee escribió hace ya años que el polvo que levanta el galope de los caballos de la Historia no nos permite ver con claridad lo que acontece alrededor y lo que sucede es un cambio acelerado por la coincidencia en nuestras vidas de cuatro revoluciones: la del átomo (robotización), la del bit (inteligencia artificial), la del gen (tijeras genéticas del CRISPR), y la demográfica que ha duplicado la población del mundo en los últimos cuarenta y dos años. Juntas, sus efectos son cumulativos y hacen tambalearse los cimientos de un mundo que creíamos sólido, recordando la preocupación de Émile Zola cuando se preguntaba si nuestro cerebro sería capaz de aguantar sin daño la terrible velocidad del ferrocarril de 1840… que era de 30 kms por hora. Tanto cambio acelerado produce la incertidumbre y el desasosiego que está en la raíz de los populismos y de los nacionalismos que nos asedian: los primeros quieren derribar la casa común para hacer otra no se sabe cómo, y los segundos quieren levantar un muro por pensar que son capaces de gestionar mejor los asuntos dentro de la aldea y se equivocan porque las recetas locales son ineficaces contra los problemas globales que nos acechan, desde el cambio climático a la pobreza y la proliferación nuclear. Ese multipolarismo en el que nos estamos instalando, un mundo dividido en países o bloques de países en tensión permanente entre ellos, sin normas compartidas y sin organizaciones sólidas para resolver las disputas será menos globalizado y más incierto que el actual, recordando a Claudio Magris cuando calificaba como Tiempo de los Monstruos el que transcurría cuando un sistema agonizaba y otro no terminaba de nacer. Ahí es donde ahora estamos y este contexto debe preocupar también en Baleares, cuya economía es tan dependiente de los humores que imperan en el exterior.

jorge dezcallar

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