En aquellas tremendas fechas iniciáticas de confinamiento ilegal, hace ya dos años, nos preguntábamos a menudo qué datos estarían barajando los psicólogos del grupo de expertos respecto a cuántos encierros de cuánto tiempo podríamos aguantar los ciudadanos sin rebelarnos o sufrir trastornos psicológicos. Después supimos que no había ningún psicólogo en el sanedrín y afloraron temores, cabreos y decepciones. Temor al riesgo de estallidos sociales de rabia contra esas medidas excepcionales e inéditas. Y cabreo y decepción porque no imaginábamos que un Gobierno se atreviera a encerrarnos sin prever las consecuencias. Una olla a presión.

La catedrática de Psicología de la UIB Margalida Gili confirmó nuestros temores en una entrevista que le hicimos para la revista de diciembre de 2020: “La psicología científica no está teniendo el protagonismo que debería…” y “…la vivencia de esta amenaza colectiva puede producir consecuencias sociales negativas…”. Un estudio de varias universidades españolas de ese mismo año señalaba un aumento notable de casos de ansiedad, miedo, depresión, ira, etc., sobre todo en mujeres y grupos de menor edad. Esa segunda parte de la pandemia continúa y continuará manifestándose poco a poco. El caso del aumento de los intentos de suicidio de jóvenes es una de las consecuencias más alarmantes, bajo ella hay muchas otras menos impactantes, pero no menos preocupantes. La reciente puesta en marcha de un teléfono para luchar contra las ideas suicidas (024), aunque tarde, es una decisión plausible.

Hemos salido de aquella pesadilla con ganas de resarcirnos y avidez de experiencias: viajes, relaciones personales, naturaleza, playas, montañas, países, culturas, locura por pisar geografías y mezclarnos con otras culturas, o como diría Baudrillard, simularlo mediante muchos selfies. De esta manera, entre residentes y visitantes, estamos a punto de vivir la Madre de Todas las Temporadas. Muchos visitantes y un goteo continuo de nuevos residentes. Así lo había vaticinado en estas páginas, en diciembre del 20, el catedrático de Geografía Humana de la UIB Pere Salvà. Y en nuestra edición de mayo del año pasado, el CEO de Lionsgate y Gallery Red, Drew Aaron, iba en la misma línea, en una reveladora entrevista que titulábamos “Mallorca saldrá de la COVID mucho más fuerte que cualquier otra zona del mundo”, según sus palabras.

La duda es si aguantarán las costuras insulares tan remendadas -pero no restañadas- la presión del número de visitantes y la ferviente actividad económica. El agua de consumo, el tratamiento de las aguas residuales, de las basuras, el tráfico de vehículos, aparcamientos, los servicios de reparación de útiles, la sanidad, la seguridad policial, el transporte público, las playas, la Tramuntana… Por no hablar de la espada de Damocles del desabastecimiento en unas islas que necesitan para sobrevivir importar un alto porcentaje de lo que se consume.

El debate sobre la presión humana es de máxima actualidad. En este sentido, son de resaltar los consensos que se están produciendo entre el Govern y los sectores empresariales, que rompen una larga tradición de confrontación con la izquierda. El acercamiento de posturas entre hoteleros y el tripartito gubernamental para terminar la importante ley turística que se está escribiendo, y que busca responder a ese debate, forma parte fundamental de esa nueva línea inédita en la política local. Sin embargo, sobre el consenso -más impostado que real, pero consenso al fin y al cabo- sobrevuelan actitudes del Govern discriminatorias hacia sectores con menos capacidad de presión, como el turismo vacacional, el gran pagano, que aunque atesora una larga tradición en nuestras islas -siempre se han alquilado apartamentos y casas- parece que ha de ser el chivo expiatorio del consenso.

Así se alza el primer verano posCOVID-19, ensombrecido por una guerra irracional y brutal -como todas las guerras- a tres horas de Mallorca, consecuencia todavía de la descomposición del equilibrio de bloques del siglo pasado y el comienzo de la nueva Edad Media, como bautizó con acierto Umberto Eco la era que vivimos.

La de Ucrania, además de ser la primera invasión de un país soberano desde la II Guerra Mundial en Occidente y la primera guerra en Europa a través de las redes sociales, es la guerra de los simulacros, la de la inteligencia artificial y la manipulación sin medida, con el periodismo desvencijado y convaleciente, sin apenas medios, tirando de móvil y corresponsales de alcance, freelancers y paisanos colaboradores. Si ya sabíamos que la verdad es lo primero que se pierde en una guerra, aquí el tufillo a fake lo invade casi todo.

Nunca fue verdad que una imagen valga más que mil palabras, porque la imagen ni explica ni razona ni contrasta, solo muestra y que cada uno lo salpimiente a su gusto. Alimento ideal para las redes. Con todo su tremendismo, vemos a algún cámara descarriado buscando objetivos, lo vemos de espaldas para mostrar la destrucción al fondo. Hay cadáveres y destrozos, también mucha repetición. Y desinformación. ¿Cuánto durará en la parrilla de las teles y en las portadas de los diarios? Ya ha empezado a caerse por hastío en las inertes redacciones y, por ende, en la calle.

editorial jose e iglesias

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