La tercera generación de propietarios de Can Joan de s’Aigo apuesta por la tradición como seña de identidad para la supervivencia de sus tres locales en Palma.
En 1700 no había redes sociales, guías o influencers que recomendaran planes o sitios que visitar en Mallorca. Sin embargo, desde aquel año Can Joan de s’Aigo comenzó a hacerse un hueco en la vida cotidiana de la isla a base de recoger la nieve de las “cases de neu”, bajarla a la ciudad y mezclarla con frutas. Sus ensaimadas, cuartos y helados son hoy un sello de identidad que sobrevive en una Palma en constante transformación. Al frente del negocio, la tercera generación formada por diez familiares a quienes Leonor Vich Martorell pone voz.
“De niña tomar un chocolate con ensaimada después de escuchar la Sibila era algo excepcional que formaba parte de la tradición mallorquina. Recuerdo cómo una señora se pasaba toda la noche haciendo chocolate”, rememora Leonor, quien “no imaginaba que algún día seríamos nosotros quienes llevásemos las riendas. Creía que era algo de lo que se ocupaban los mayores y parecía un orden establecido que duraría para siempre”.
Los diez coinciden “en las ideas básicas que queremos para el negocio: dar calidad, servicio y seguir una tradición. Lo llevamos en el ADN”, explica. Tanto es así que el local de Can Sanç, “la casa madre”, conserva el mobiliario antiguo y el letrero del siglo XIX, que “tiene mil faltas de ortografía, pero es historia; la gramática catalana no estaba aún normalizada”.
Una casa abierta
Leonor siente gratitud por que los clientes, “lo mejor que tenemos”, coincidan en su forma de entender lo que es Can Joan de s’Aigo: “Nos agradecen nuestra tradición e identidad propia. Nuestro abuelo decía que el mejor cliente es un niño que entra a pedir un vaso de agua, algo que refleja nuestra filosofía de casa abierta para todo el mundo. Queremos formar parte de la sociedad mallorquina”.
Según la época del año y de la ubicación de sus tres locales, el perfil de clientes varía. “En invierno llegan a la calle Can Sanç en busca de rincones típicos. En agosto, muchos peninsulares que vienen a ver a amigos y familiares; es el mes de las ensaimadas para llevar. Y en Navidad, más gente mallorquina. Los de 90 años te dicen que aquí celebraron su comunión o que venían de niños con su abuelo. Pero también nos visitan las nuevas generaciones, lo que te da la idea de que esto seguirá”.
Si la pandemia, “el momento más duro de nuestra historia”, no pudo con ellos, parece que nada puede hacer desaparecer estos emblemáticos establecimientos: “Nunca hemos tenido la tentación de vender el negocio, da pena ver cómo otros de toda la vida van desapareciendo”, lamenta Leonor.
Tampoco hay planes de abrir nuevos locales -“aunque no lo descartamos”- ni de introducir nuevos productos; los últimos fueron el helado de cava, el de crema de café o la pastelería salada mallorquina. “Andamos con pies de plomo y si se hace algo, tiene que ser original, muy bueno y acorde con todo lo que hacemos”.
¿El secreto de sus ensaimadas y sus cuartos? “No existe más que el trabajo diario e intentar que cada día la calidad sea la misma. Hoy tenemos máquinas que nos ayudan muchísimo, pero seguimos siendo artesanos y cuidamos que la materia prima esté siempre a punto”.
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