Con el tiempo una aprende que lo emocional le gana a lo racional. Que nuestras decisiones no son tan lógicas como imaginábamos y que acertar no es el resultado de combinar adecuadamente alternativas y probabilidades. No, nuestro cerebro no es maquinaria perfectamente engrasada.
Nos gusta pensar que somos objetivos, pragmáticos y que razonamos de manera coherente. Nos sentimos orgullosos de nuestras sensatas y juiciosas decisiones. Pero hasta el intelecto más lúcido, perspicaz, delicado y agudo no deja de ser humano y vulnerable a fuerzas que lo orientan hacia decisiones razonadas sin lógica.
Si fuéramos tan libres, lógicos y racionales a la hora de pensar, ante cualquier problema analizaríamos la situación con claridad, sopesando pros y contras a corto y largo plazo y escogeríamos la solución que más nos beneficia. Pero nuestro cerebro es falible: nos apuntamos a gimnasios y no acudimos, utilizamos el móvil mientras conducimos, negamos que funcionen vacunas altamente efectivas, destruimos el medio ambiente o tenemos serios apuros para avanzar en problemas sociales como la pobreza, la discriminación, la guerra… ¿Acaso no somos tan inteligentes como pensamos? Somos en gran medida criaturas sociales y emocionales antes que racionales y lógicas. Muchas de nuestras decisiones están moderadas por nuestros afectos y por los de quienes nos rodean. Las justificaciones y razones llegan después.
La investigación en psicología ha demostrado que somos predeciblemente irracionales. Estas fuerzas ocultas que condicionan nuestras decisiones se denominan sesgos cognitivos. Son atajos mentales que sortean la lógica, inherentes a la naturaleza humana. Están presentes en todos los grupos sociales y son sistemáticos, constantes, persistentes y no siempre nos llevan a escoger opciones poco aconsejables. A veces la irracionalidad nos favorece y nos lleva a tomar decisiones que permiten adaptarnos, sobrevivir, pues de lo contrario quedaríamos paralizados, incapaces de valorar todas las señas e indicios y culpándonos de aquello que hemos hecho y no deberíamos.
Cometemos estos sesgos cuando creemos saber lo que piensan los demás, cuando juzgamos de manera diferente la misma conducta si la realizamos nosotros o los otros, cuando nos negamos a abandonar algo poco gratificante porque ya hemos invertido tiempo y esfuerzo en ello, cuando sobrevaloramos las conductas y características de una persona sólo porque en el pasado ya la hemos evaluado positivamente o cuando recordamos, interpretamos, buscamos o propiciamos información que confirma lo que anteriormente ya hemos decidido. Forman parte de nuestra asombrosa, maravillosa e irracional naturaleza humana. La irracionalidad nos hace precisamente humanos.
El cerebro es tremendamente complejo y a través de los sesgos puede engañarnos. Entender que nuestras emociones son interesadas y veleidosas y que los mecanismos que utiliza nuestra mente son sesgados nos puede ayudar a tomar decisiones más razonables. Apreciemos las imperfecciones que nos favorecen en lugar de aspirar a una perfecta racionalidad.
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