Camilo José Cela CondeA todos los efectos, puedo considerarme mallorquín. Bueno; de acuerdo, como ustedes quieran: foraster

Mis padres me trajeron a la isla en 1955, con nueve años; en Palma, en el colegio de san Francisco, cursé lo que era entonces el bachillerato elemental y el superior después. Tras un paréntesis de pocos años para comenzar en Madrid mis estudios universitarios, volví a Mallorca antes de terminarlos. Luego seguiría una carrera académica en la UIB que se acabó hace cosa de una década, al jubilarme. Pues bien; al final, después de toda una vida -primero en Son Armadans, en el Terreno luego y por fin en la Bonanova-, resulta que también yo he abandonado la isla.

¿Por qué?

Toda la vida dije que para alguien que ama el mar, como es mi caso, la bahía de Palma es el mejor enclave que existe en el mundo: abrigada de la tramontana, gozando de temperaturas amables, con brisa térmica todos los días durante el verano, sin corrientes ni mareas, no hay lugar mejor para ceñirse al viento. Ni siquiera las medusas, comunes en cualquier lado, desnivelan la balanza.

Pero al final he huido. Primero a Menorca, en la idea equivocada de que encontraría allí una nueva Mallorca como aquella que me permitieron descubrir siendo un niño. Desde Ciutadella me fui a Madrid para seguir camino hacia la tierra de origen de mi padre. La de mi madre también habría servido porque los vascos, como los gallegos, se libran de momento de lo peor del cambio climático.

Sería un error, no obstante, sostener que ha sido la mucha calor la que me ha echado de Mallorca. Incluso un infierno habríamos sido capaces de soportar mi mujer y yo siempre que la isla mantuviese los encantos que habrán sido, al cabo, su perdición. Te encantará Mallorca siempre que puedas aguantar el paraíso, dicen que le dijo Gertrude Stein a Robert Graves. Lo malo es que se convirtieron en legión quienes iban en busca de ese edén inexistente en la Europa próspera. El Fomento de Turismo se creó en los albores del siglo XX con el propósito declarado de lograr que los ingleses y los franceses acudiesen a la isla también en verano. Tras conseguir que lo hicieran, los suecos tomaron el relevo de la llegada masiva por aquellos años de mitades de siglo pasado en los que los peligros del boom turístico asomaron la cabeza.

El mercado alemán remató la conversión de la isla en terreno de muchedumbres. De tal forma se produjo la muerte del atractivo de Mallorca a causa, ¡oh las paradojas!, de su triunfo. Ahora que nos damos cuenta de que la belleza es incompatible con las multitudes, ahora que la gentrificación transforma las ciudades en algo aún peor y el monte es pasto de los devotos a retratarse con el móvil, ahora que llega el ahora, hay quien tira la toalla incapaz de aguantar el paraíso en su versión del siglo XXI.

Es mi caso.

Mallorca Global Mag