Texto: Carlos Garrido.
Amanecía y el camión iba a poca velocidad. El firme de las calles estaba en mal estado, y el vehículo temblaba a cada bache, cada grieta. El conductor chasqueó la lengua en gesto de fastidio al embocar la calle. Tan recta y tan cuesta abajo. Nada más entrar, salieron numerosas sombras de las casas en ruinas. Se abalanzaron sobre ellos. Gritaban, gemían, apenas entendía lo que estaban pidiendo. Pero lo sabía.
“Ja és, doneu-lis qualque cosa”, dijo volviéndose a la plataforma. Y sus dos operarios, con igual desgana, recogieron de los rincones una col chafada, algunas patatas rotas, lechugas secas. Las arrojaron hacia el exterior, y aquella turba harapienta se las disputó con violencia. Mientras el conductor aceleraba lo que podía.
“Cada día sa mateixa història”, mascullaba mirando por el retrovisor.
Las primeras luces del día proyectaban sombras entre los edificios. La mayor parte abandonados, con las ventanas abiertas al vacío. Olía a sucio y a humedad. Detrás de alguna puerta unos ojos les vigilaban. Al conductor le daba miedo. Prefería los caminos del campo, que aunque embarrados y deshechos, resultaban seguros y solitarios. Incluso las antiguas construcciones de la costa, donde no vivían más que unos pocos vagabundos, le hacían sentir más seguro.
Pero estas calles del centro de Palma, con su oscuridad y sus montones de ladrillos y cascotes, siempre sugerían un asalto. Y no sería la primera vez. “Aquí van matar al Joan de Jornets”, se decía apurando el cigarrillo. “Però què hem de fer? Ens hem de guanyar sa vida”, sentenciaba para sí. Como cada día en que traían el cargamento al mercado.
Al llegar a la Rambla respiró más tranquilo. Allí veía siempre a algún paseante. Incluso algún policía. Pero la suciedad de las fachadas, las pintadas en las paredes, los restos de incendios, los coches oxidados en algún rincón, le producían una gran tristeza.
“M’estimo més passejar per un sementer”, concluía. En la Fora Vila pasaban hambre y carecían de casi todo. Pero no sentían esa mórbida opresión de un mundo que se había derrumbado. Del que solo quedaban anuncios despintados, edificios oficiales con las puertas tapiadas, gente huidiza, mercado negro y gritos por la noche.
En el mercado, los placeros montaban sus puestos con los pocos productos que tenían a su alcance. “Meam que me duus avui?”, le dijo su comprador habitual. “Però t’he de pagar poc, eh? No tenc doblers companyero”, le apostilló a continuación.
El conductor suspiró. Otra vez la misma canción.
Entonces apareció Paquito. Aquel hombre mayor que casi no podía hablar. Iba encorvado, con la mitad del cuerpo paralizada. Nadie le atendió cuando tuvo un ictus. Vivía en la miseria. El conductor sentía una mezcla de pena y repulsión hacia él.
Paquito masculló unas frases ininteligibles. Y el conductor le dio un cigarrillo. “Hale, toma. Ahora vete, ¿eh?”.
Paquito se volvió loco de contento. Pero no se fue. Hizo lo de siempre. Le enseñó una postal de Palma. Sobada y arrugada. Con los colores vivos, la gente paseando feliz, los coches, los turistas. Y le señaló la fecha que estaba escrita al dorso: 2019.
El conductor le dio unas palmaditas en la espalda. “Mira que eres de pesado, Paquito. Ya está bien de vivir en el pasado. Que estamos en 2030, pardal”.
Paquito siguió mirando su postal mientras chupaba ávidamente el cigarrillo.
Al conductor le venía entonces a la cabeza una frase que escuchó en la radio. Y la repetía como un mantra: “Mira Paquito. Si en el pasado hubieran pensado más en el futuro no tendríamos ahora este presente”.
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