Turismo o caos. Turismo o nada. En pocas palabras, esas son las enseñanzas sobrevenidas que quedan del Gran Confinamiento y de los cierres parciales durante la pandemia en miles de residentes en Balears, la tierra donde con más dureza hincó los dientes la crisis pandémica. Se sabía que no hay opción fuera del turismo, pero una cosa es saber que si te atropella un coche te juegas la vida y otra es que te atropelle de verdad. No hay alternativa viable que pueda ofrecer un nivel de vida con dignidad. Ahí tenemos el humillante avance de las colas del hambre, en pleno centro de nuestra ciudad, para vergüenza de nuestra injusta sociedad.
Así, desolados y atemorizados, hemos aprendido a revalorizar el turismo -esperemos que los de las pintadas del “tourist go home” hayan tenido tiempo y argumentos para reflexionar- y, además, a ver la urgencia de que Balears desarrolle alternativas económicas y profesionales a la industria de los viajeros sin más dilación. No para sustituirla, porque es insustituible, sino para diversificar el PIB, compartiendo peso con otros sectores hoy a todas luces insuficientes, los conocidos, o ignotos. En esta tarea tiene que involucrarse a fondo el Govern -es su responsabilidad reforzar el futuro de la comunidad que lo ha elegido- con seriedad, eficiencia y mucha transparencia, sobre todo para evitar chiringuitos partidistas y proyectos fantasma, no vaya a ser que nos vuelvan a colar otra fábrica de bombillas nipona como en los inicios de los 90.
Decir que con el turismo no se juega no debe interpretarse como una defensa de las desregulaciones, como ha venido sucediendo, a intervalos, desde el nacimiento de nuestra autonomía, sino todo lo contrario, de proteger aquello que realmente nos hace atractivos ante los viajeros, lo de siempre: el entorno, el medioambiente, el clima, los ricos vestigios materiales e inmateriales que han perdurado de la historia insular y… la calma y el seny. Decir que con el turismo no se juega no significa dejar que las a veces desorbitadas oleadas de visitantes campen a sus anchas por ínfimas geografías insulares sin orden ni concierto, creando tensiones sociales indeseadas. Sino ordenarlo para que se lleven, y dejen, recuerdos al menos no desagradables. Esto también es competencia clara de nuestros gobernantes: planificar y ordenar.
Ahora, llegados a este punto y sin echar las campanas al vuelo porque todavía tardarán en emerger gravísimos efectos de la crisis, enfrentamos la hora de Mallorca, en la que la sociedad entera tendrá que preguntarse, como JFK, qué puedo hacer por la isla, no lo que la isla puede hacer por mí, para superar el envite. En paralelo, a la Administración debemos exigirle excelencia en la gestión de la millonada prometida, con una distribución justa y a tiempo, tanto a pequeños como a grandes, porque a la postre a todos nos tocará de una forma u otra devolverla. De esta manera, podremos afrontar mejor la carrera de competencia y competitividad desde las más bajas posiciones en las que nos encontramos para recuperar el liderazgo de años precedentes. Sin dejar a nadie atrás y reinstaurando los derechos cedidos, fortaleciendo de nuevo las relaciones laborales y el entramado social. Trabajando desde un concepto de sostenibilidad y seguridad que empiece en las personas.
Si todas las crisis dibujan cambios sociales, esta nos ha cogido en pleno tránsito, por un lado, hacia la sociedad de la información y, por otro, no menos importante, hacia una reconversión turística más especializada y de calidad. Y, por si fuera poco, en un entorno de globalización nunca antes tan explicitado como el pospandémico, con todas las inseguridades -y posiblemente oportunidades- que ello conlleva.
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