Texto: Eduardo Jordá.
Mucha gente suele creer que hubo una edad de oro de la historia en la que se respetaba escrupulosamente la verdad y en la que los periodistas eran abnegados luchadores por el esclarecimiento de los hechos. Nuestra época, en cambio, sería una época en la que ya no existe la verdad y en la que ya nadie tiene el menor respeto por la realidad. Nosotros viviríamos -o vivimos, si preferimos expresarlo así- en la época de las “fake news” y de las intoxicaciones informativas, mientras que antes -un “antes” que jamás se sitúa en un periodo concreto de la historia- existía algo así como el Reino de la Veracidad Incuestionable. Pensemos en la época del “Watergate”, por ejemplo. O remontándonos más hacia el pasado, pensemos en la época gloriosa del “Yo acuso” de Zola, a finales del siglo XIX, en pleno caso Dreyfus, cuando el periodismo libre que denunciaba abusos y privilegios señalaba el camino correcto a toda la sociedad.
Pero si lo pensamos bien, la época del caso “Watergate”, en 1974, era una época en la que la realidad -o el respeto a la verdad- estaba tan amenazado como ahora. No olvidemos que era la época de la Guerra Fría y de la guerra del Vietnam, en la que los hechos se distorsionaban por completo para someterlos a la narrativa imperante que dividía el mundo en dos bandos irreconciliables: los buenos y los malos, la derecha y la izquierda (exactamente igual que ahora, por otra parte). Lo único que ha cambiado es que ahora esos dos bandos se han fragmentado en las redes sociales y el caos se ha vuelto mucho más ruidoso y amenazador, ya que actúa de forma simultánea y nos invade a todas horas gracias al teléfono móvil, cosa que amplifica hasta extremos insospechados el poder amedrentador de la amenaza y de la mentira.
Muchos gurús intelectuales consideran que la idea misma de verdad es un concepto sospechoso que en realidad oculta un privilegio que debería ser abolido
Y lo que es peor -porque esto sí que es una realidad nueva-, es que las teorías ideológicas neomarxistas asociadas a la “interseccionalidad” -imperantes en la mayoría de universidades- cuestionan todo el legado intelectual de Occidente por estar contaminado por el patriarcalismo y el racismo y el colonialismo, de modo que muchos gurús intelectuales consideran que la idea misma de verdad es un concepto sospechoso que en realidad oculta un privilegio que debería ser abolido. Y ése sí que es el gran peligro al que nos enfrentamos: el cuestionamiento de la idea misma de verdad. Porque si nada es verdad, ¿qué valor puede tener buscarla y establecerla? ¿Y qué sentido tiene intentar definir qué es verdad y qué es mentira? Pues ahí estamos.
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