Los primeros ecos de la calamidad que se cernía sobre la isla llegaron a Palma el 26 de mayo de 1820. Un barco de contrabandistas procedente de las costas de África había arribado a Mallorca, cerca de Son Servera, y uno de sus marineros había muerto de peste bubónica en el pueblo. Primero fueron infectados algunos de los vecinos y en pocos días el contagio se propagó por toda la comarca.
Las epidemias, de forma intermitente pero constante, azotaron la isla desde los tiempos más remotos, provocando gran mortandad y desolación entre los mallorquines. De ahí que el pavor por las epidemias fuera heredado, generación tras generación. No es gratuito que San Sebastián, protector contra la peste, sea el patrón de Palma.
A finales de mayo, la epidemia ya había alcanzado las villas de Artà y Sant Llorenç des Cardassar. La noticia corrió como la pólvora por toda la isla y el pánico se apoderó de la población. Algunos no dudaron en huir al continente, mientras las autoridades palmesanas cerraron la ciudad a cal y canto. Al mismo tiempo se levantó un cordón sanitario que aislaba la zona infectada del resto de la isla.
Pronto los puertos cerraron y el comercio se paralizó en toda Mallorca. Las estrictas medidas sanitarias no tardaron en dar sus frutos, pues a finales de agosto habían cesado los contagios, tras perder Son Servera a más de la mitad de sus habitantes.
No había pasado un año, el 7 de agosto de 1821, cuando en el puerto de Palma se detectó de nuevo la peste entre los tripulantes de una embarcación procedente de Barcelona. A principios del mes de septiembre, las casas de la calle del Mar eran foco de propagación del contagio. En los días posteriores se
evacuaron seis mil almas de la ciudad, mientras que ya se habían contabilizado cinco mil víctimas de la epidemia.
A mediados de mes, se habían acordonado los barrios afectados por la peste y se habían evacuado a más de quince mil personas, incluidas las autoridades civiles, militares y religiosas, que se trasladaron a la villa de Valldemossa ―la excepción fue la corporación municipal que se quedó en Palma―.
Se levantaron barracones en La Real y El Terreno, construcciones de madera, con cubiertas de cañizo y forradas de yeso, con capacidad para diez o doce personas. Miles de familias tuvieron que ir a vivir allí durante meses. Pronto, la miseria, principalmente por la falta de víveres y de higiene, empezó a
extenderse entre toda la población.
Fue durante el padecimiento de este contagio que surgió la figura del sereno, precisamente para vigilar el
aumento de robos y asaltos a las casas desalojadas. Las estrictas medidas sanitarias volvieron a dar buen resultado, pues a finales de diciembre se restablecía la salud pública en Palma.
Como medida profiláctica, el Ayuntamiento de Palma ordenó el expurgo de las viviendas. Éste consistía en hacer una gran hoguera de leña verde en el interior de las casas y abrir después puertas y ventanas. Con esas medidas se obtuvieron buenos resultados, y el 18 de enero de 1822 se levantó la incomunicación de Palma con el resto de la isla. Acababa así una de las epidemias más recordadas del siglo XIX en Mallorca.
Texto: Bartomeu Bestard Cladera. Cronista de la Ciutat de Palma.
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