Mi curiosidad innata y la rebeldía juvenil de denunciar las injusticias mundanales me trajeron a este oficio del periodismo, cada día más destartalado y cotilla, más romo y decadente, con perdón, y admiración, para quienes continúan bregando desde el estricto cumplimiento de nuestro apaleado código deontológico. Y supongo que en esa curiosidad y en el ánimo de denunciar lo injusto anida mi querencia por traspasar fronteras. Siempre que he viajado he sentido el impulso de cruzar esa línea mental y física que separa un Estado de otro. La curiosidad de saber qué se esconde detrás de cada frontera.
Volé a Costa Rica y en vez de aterrizar en San José para bajar a Puerto Viejo, lo hice en Liberia, en plena carretera panamericana, por estar cerca de la frontera con Nicaragua, que no tardé en cruzar para acabar pasando tanto tiempo con los pobres nicas como con los ticos. Asistí al paso de espaldas mojadas nicaragüenses a El Dorado costarricense cruzando el río San Juan; una familia me propuso pasar con ellos para evitarme cientos de kilómetros de regreso a Liberia, pero desistí: no hubiera podido salir del país en mi regreso a España al no tener el sello de entrada en el pasaporte. Al final pude acortar por un control fronterizo cercano y, sí, recorrí Costa Rica, me dirigí a Puerto Viejo, entonces un auténtico paraíso con hippies que habían trashumado por Ibiza, muy cerca de la frontera panameña, que no crucé por falta de tiempo, no de ganas.
Sin embargo, a pesar de mi obsesión por franquear fronteras, reconozco que hay mal rollo en ellas. Suceden cosas, no precisamente buenas, y la mayor parte de las veces, desapercibidas, ocultas. Están impregnadas de misterio, de abusos, de frustraciones, de crueldad, de violencia.
Sobre la verja oxidada por los embates del mar, y medio enterrada en la arena de la playa de Tijuana, que dibuja la frontera oeste de México con EEUU, de unos ocho metros de alto, colgaban carteles con el número de muertos que habían intentado saltarla, frases alusivas a la libertad y al deseo de pasar a territorio yuma (estadounidense), y nombres propios olvidados de cuerpos perdidos. Estuve mirando aquello sobrecogido largo rato, con los pies en el agua fría: a la izquierda el Pacífico, de frente la jaula que impedía el paso a San Diego y a la capital del mundo, a la derecha, Tijuana. Había malas vibras. Una especie de cementerio festoneado por las cruces pintadas en la valla. Algunos chiquillos se bañaban en la playa ajenos a todo y de vez en cuando aparecían paseantes, pocos y meditabundos. Supongo que hoy, 30 años después, esa fotografía podría sacarse también aquí, en Ceuta y Melilla.
Las fronteras son zonas sensibles, es lo primero que se cierra cuando hay conflictos graves en un país, tanto interiores como exteriores. Como cerrar la puerta de casa al intruso, aunque ‘el intruso’, a veces, anide dentro: que uno sea de “aquí” no da fe de bonhomía, ni mucho menos, aunque nos dé, de entrada, más confianza.
La película “Frontera verde”, de la polaca Agnieszka Holland, recrea otro foco fronterizo inhumano, el tremendo drama de refugiados de Oriente Medio que quieren entrar ilegalmente en la UE a través de los bosques de Bielorrusia y Polonia y las crueles e innecesarias respuestas de los policías allí destacados. De visión muy recomendable.
Cuando se popularizó el término anglosajón globalización -la segunda globalización, la primera la ostenta la época de los descubrimientos-, que algunos prefieren llamar mundialización por su raíz francesa, lo acogimos con grandes esperanzas. La preocupación por las verjas de las fronteras decaería y, desde cierta utopía e inocencia, podríamos vadear ríos y caminar montañas sin ir con el pasaporte en la boca en esos espacios de triaje de personas en función de la procedencia, nivel económico o ideología. Las relaciones entre los países serían más fluidas y provechosas.
Y sin embargo, hoy en día, las fronteras han de seguir existiendo para ordenar los grandes flujos de migrantes y evitar desordenes y choques indeseados. Lo que no es óbice para llamar la atención sobre los tremendos atropellos y arbitrariedades que generan esos confines, cuando no guerras territoriales (conflicto ruso-ucraniano, Oriente Medio, etc.). Que no mejoramos lo demuestra el dato de que 2023 fue el año más sangriento desde que la universidad sueca de Upsala, referente internacional de credibilidad, empezó a recopilar datos sobre muertes en conflictos, en 1989.
El futuro más cercano, con Donald Trump liderando el país más poderoso e influyente de la Tierra, apunta a un recrudecimiento de cierres y tensiones territoriales, nuevas crisis, recomposición de alianzas y recortes en el Estado del bienestar, con China en el polo opuesto y dispuesto a activar también su gran poder territorial fruto de su extensa e intensa expansión internacional.
En nuestra UE, tal vez sea momento de trabajar por que se replantee seriamente su política de alianzas estratégicas para dirigirla hacia potencias vecinas, como de manera explícita y convincente explicó el exministro de Exteriores Miguel Ángel Moratinos, en una conferencia que impartió hace unos meses en el hotel Valparaíso de Palma.
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