Una alergia alimentaria ocurre cuando el sistema inmunitario reacciona de forma anormal a ciertos alimentos, al identificar erróneamente uno o más de sus componentes como dañinos. En muchos casos la reacción es leve, pero en otros puede ser grave o incluso desencadenar un shock anafiláctico que ponga en riesgo la vida. Su incidencia crece alarmantemente durante los últimos 20 años por razones aún desconocidas, si bien, hipotéticamente, podría responder a cambios ambientales, mayor consumo de alimentos nuevos y de ultraprocesados, exceso de limpieza o factores que empobrecen la diversidad de nuestra microbiota intestinal.
Las etiquetas de los alimentos son una herramienta fundamental para transmitir información esencial a los consumidores. Por ello, la Unión Europea viene aplicando una legislación muy estricta a los fabricantes de alimentos, exigiendo que el etiquetado identifique, fácilmente, los 14 alérgenos que hoy se consideran prioritarios: frutos secos (como almendras, avellanas, nueces, anacardos), cacahuetes (maníes), apio, cereales que contienen gluten (como trigo, centeno, cebada y avena), leche y derivados, huevos, soja, pescado, crustáceos (como gambas, cangrejos y langostas), moluscos (como mejillones, ostras y almejas), altramuces, sésamo, mostaza y sulfitos. Está claro que esta regulación ha supuesto un paso muy importante para proteger la salud de los consumidores. Pero persisten retos.
La obligación de informar sobre los alérgenos se extiende a todo operador que ofrezca alimentos, envasados o no, incluidos restaurantes, cafeterías, caterings o, en general, cualquier establecimiento que ofrezca alimentos. Pero la forma de informar no es tan estricta como lo exigido al fabricante, pues queda demasiado en manos del operador que puede seleccionar entre varias opciones, como incluir iconos u otras indicaciones en la carta del menú (lo más recomendable), pero también folletos, carteles, o incluso información oral (apoyada en información menos accesible), por lo que constituye un aspecto de la legislación muy mejorable.
Por otro lado, se abusa del carácter voluntario del “etiquetado precautorio de alérgenos” (PAL, por sus siglas en inglés), al que se suele acudir, por ejemplo, cuando se elaboran varios alimentos, alguno(s) conteniendo alérgenos, en las mismas instalaciones, o se comparten utensilios al preparar diversas comidas. Las advertencias del tipo “puede contener trazas de x” tienen el sentido de proteger a los consumidores con alergias, pero su aplicación abusiva reduce su utilidad al tiempo que, por su inconsistencia, aumenta el riesgo de que sean ignoradas. Además, el abuso del PAL limita injustamente las opciones de elegir por parte del consumidor.
El PAL debería ser indicativo de una calidad alimentaria inferior, pues por su carácter voluntario, su uso genera confusión y su ausencia no excluye la contaminación cruzada con alérgenos. La realidad es que se abusa del PAL como coartada para abaratar costes “cubriéndose las espaldas”, en lugar de aplicar alternativas más costosas, pero de mayor calidad, como usar instalaciones o utensilios diferentes cuando se trata con alérgenos. Para recuperar todo su sentido protector, la ausencia de PAL debería garantizar la exclusión de contaminación cruzada, perfectamente acreditada e identificada mediante un sello de calidad alergénica.
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