Cada año, unas 120.000 personas sufren un ictus cerebral en España
David Arráez. Palma
Mientras repasas todo lo que está ocurriendo, tienes en tu mente un pensamiento que no para de martillear, incesante y rítmico: algo no está bien en mi cabeza.
Con la ayuda de tu mujer y tu hija consigues bajar y vas caminando con dificultad por la casa, dejando medio cuerpo en cada marco de cada puerta que intentas atravesar. Más golpes. Más dolor. Algo no está bien en mi cuerpo.
Y llegas al hospital.
“Son vértigos. Puede esperar”, afirma tajante la doctora de guardia que te atiende en Son Llàtzer. Las sospechas de la propia enfermera de triaje que la fue a buscar son ignoradas…
Seis horas después eres atendido. Seis horas de tortura incesante en la que sabes que algo no está bien. Seis horas de terror en las que temes que lo peor pueda pasar y que no haya vuelta atrás. Seis horas de pánico, de incertidumbre, de culpabilidad por todas las cosas que no has hecho y que no sabes si podrás volver a hacer. Eres culpable de tanto tiempo malgastado trabajando, en reuniones, con clientes, intentando ganar más dinero… El tiempo malgastado de una vida que quizás toca a su fin hoy y que ahora sabe qué es lo que de verdad importaba. Tal vez demasiado tarde.
Entonces llega una nueva doctora y oyes las terribles palabras por primera vez: “Es un código ictus”. Y todo se precipita.
Octavo día de hospitalización. El alta. Vuelvo a casa con la única conclusión de que no sabemos qué ha provocado el “Código Ictus”. Y toca volver a empezar, superando un cansancio que te deja exhausto desde que amaneces por la mañana. No eres capaz ni de ir solo al baño. Y el cansancio sigue. Durante días, semanas, un mes, y otro…
“Los síntomas que no se han superado durante los primeros seis meses tras un ictus, probablemente serán permanentes”. La frase de la neuróloga se me quedó grabada.
No sufrí ninguna parálisis facial ni una hemiplejia. Mi habla es normal. Pero ese cansancio eterno me aterroriza. La palabra “permanente” no abandona mi mente. Ese cansancio, para siempre…
Empiezo a ir a nadar, como cuando era joven. Acompañado, al principio, durante unos minutos. Habrá muchas cosas permanentes en mi vida, pero no será un ictus el que pueda conmigo.
A punto de acabar 2024 ya han pasado seis meses. Hace ya algunas semanas que volví al trabajo, incluso con episodios de supercansancio (así lo llamo yo) que me acompañan durante algunas horas y durante algunos días.
Pero muchas cosas han cambiado.
Nado una hora casi todos los días. 2.500 metros casi diarios (cuidado Phelps, que llega David Arráez) y diez kilos de mallorquinidad me han abandonado. Me siento mejor que nunca.
Aunque la lucha continúa. Con cincuenta y tantos años todavía tengo mucho que vivir. Mucho por lo que vivir. Y más ganas de vivir que nunca.
Yo he tenido suerte. Mucha suerte. Toda la suerte del mundo. Porque mi “Código Ictus” no será permanente. Muchos no lo podrán contar.
Ahora mismo solo pienso en que debemos cuidarnos. Y mucho. Y aprender. Aprender que lo más importante en la vida es lo único que, cuando se agota, nunca podemos recuperar: el tiempo.
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