Cada año, unas 120.000 personas sufren un ictus cerebral en España

David Arráez. Palma

Estás en casa, un sábado cualquiera. Un sábado más. Pero hoy hemos decidido que vamos a subir la cama de la habitación de invitados al piso de arriba para empezar a lidiar con el calor nocturno. Es 31 de mayo, y aunque este 2024 está siendo benevolente, los rigores del verano no tardarán en llegar.

Lo cierto es que el trasvase de la cama es sencillo. En realidad no es una cama, sino un futón japonés cuyo canapé, de bambú, no pesa demasiado. Le digo a mi mujer que yo puedo subirlo en varias tandas. “No te preocupes, cariño”, le comento mientras pienso que igual me he pasado de listo y que los kilos de más empiezan a ser un pequeño problema. Ya no estamos tan en forma.

David Arráez

David Arráez sufrió un ictus el pasado 31 de mayo de 2024. Foto: Soni Martínez.

Pero finalmente lo consigo. Los cuatro elementos del futón ya están arriba. Y es entonces cuando notas que algo no va bien.

Y es que te empiezas a sentir mal. Muy mal. Y mareado. Muy mareado. Extraordinariamente mareado. Nunca, ni en la más ebria de tus noches de juventud, sentiste nada parecido. Y entonces te caes. A plomo.

Esperas un poco a que se te pase. Es extraño. No se pasa. El mareo persiste. Te intentas incorporar, pero no puedes.

¿Qué está pasando?

Entonces te das cuenta de que eres un peso muerto, de metro setenta y cinco, envuelto en 107 kilos de auténtica mallorquinidad que no entiende muy bien lo que ocurre. Lo único que tienes claro es que no es algo normal. Ni bueno. Te agarras a la mesa que tienes al lado, haces el esfuerzo y te levantas. Sigues muy mareado. Pero algo te dice que hay algo más.

Es entonces cuando te das cuenta de que las cosas se mueven, tus brazos flotan y cuando te miras las manos es como si fueran las protagonistas de la película The Matrix. Mis manos se mueven y fluyen, multiplicándose los dedos como si las hermanas Wachowski estuvieran haciendo una nueva entrega de la saga. Junto al futón japonés.

Y es que esa es la sensación que sentía: mis manos se movían multiplicándose como si estuviera en Matrix… Algo no estaba bien en mi cabeza. Algo fallaba.

En ese momento decides bajar. Das un paso y el suelo desaparece. Tus 107 kilos de peso vuelven a caer a plomo. Duele. Y te levantas de nuevo, intentas dar un paso pero el suelo vuelve a desaparecer. El nuevo golpe también duele. Y así hasta en tres ocasiones.

David Arráez

Arráez, en el congreso tecnológico Basque Tech Summit 2024. Foto: Soni Martínez.

Por fin pides ayuda desesperado, con un terror que atenaza todo tu cuerpo. Y es que ya sospechas lo que puede estar pasando, pese a ser una persona que, a pesar del sobrepeso, se cuida relativamente.

No fumas. No bebes más allá de alguna cerveza ocasional. No eres consumidor habitual de bebidas energéticas. No eres consumidor de estupefacientes. No eres hipertenso, ni tienes alto el colesterol. No eres, no eres, no tomas, no consumes, no, no, no… Pero sí. ¿Me está pasando?

Mientras repasas todo lo que está ocurriendo, tienes en tu mente un pensamiento que no para de martillear, incesante y rítmico: algo no está bien en mi cabeza.

Con la ayuda de tu mujer y tu hija consigues bajar y vas caminando con dificultad por la casa, dejando medio cuerpo en cada marco de cada puerta que intentas atravesar. Más golpes. Más dolor. Algo no está bien en mi cuerpo.

Y llegas al hospital.

“Son vértigos. Puede esperar”, afirma tajante la doctora de guardia que te atiende en Son Llàtzer. Las sospechas de la propia enfermera de triaje que la fue a buscar son ignoradas…

Seis horas después eres atendido. Seis horas de tortura incesante en la que sabes que algo no está bien. Seis horas de terror en las que temes que lo peor pueda pasar y que no haya vuelta atrás. Seis horas de pánico, de incertidumbre, de culpabilidad por todas las cosas que no has hecho y que no sabes si podrás volver a hacer. Eres culpable de tanto tiempo malgastado trabajando, en reuniones, con clientes, intentando ganar más dinero… El tiempo malgastado de una vida que quizás toca a su fin hoy y que ahora sabe qué es lo que de verdad importaba. Tal vez demasiado tarde.

Entonces llega una nueva doctora y oyes las terribles palabras por primera vez: “Es un código ictus”. Y todo se precipita.

Ictus ilustración de ictus hemorrágico (izq) e ictus isquémico (dcha).

Ilustración de dos tipos de ictus: ictus hemorrágico (izq) e ictus isquémico (dcha).

Octavo día de hospitalización. El alta. Vuelvo a casa con la única conclusión de que no sabemos qué ha provocado el “Código Ictus”. Y toca volver a empezar, superando un cansancio que te deja exhausto desde que amaneces por la mañana. No eres capaz ni de ir solo al baño. Y el cansancio sigue. Durante días, semanas, un mes, y otro…

“Los síntomas que no se han superado durante los primeros seis meses tras un ictus, probablemente serán permanentes”. La frase de la neuróloga se me quedó grabada.

No sufrí ninguna parálisis facial ni una hemiplejia. Mi habla es normal. Pero ese cansancio eterno me aterroriza. La palabra “permanente” no abandona mi mente. Ese cansancio, para siempre…

Empiezo a ir a nadar, como cuando era joven. Acompañado, al principio, durante unos minutos. Habrá muchas cosas permanentes en mi vida, pero no será un ictus el que pueda conmigo.

A punto de acabar 2024 ya han pasado seis meses. Hace ya algunas semanas que volví al trabajo, incluso con episodios de supercansancio (así lo llamo yo) que me acompañan durante algunas horas y durante algunos días.

Pero muchas cosas han cambiado.

Nado una hora casi todos los días. 2.500 metros casi diarios (cuidado Phelps, que llega David Arráez) y diez kilos de mallorquinidad me han abandonado. Me siento mejor que nunca.

Aunque la lucha continúa. Con cincuenta y tantos años todavía tengo mucho que vivir. Mucho por lo que vivir. Y más ganas de vivir que nunca.

Yo he tenido suerte. Mucha suerte. Toda la suerte del mundo. Porque mi “Código Ictus” no será permanente. Muchos no lo podrán contar.

Ahora mismo solo pienso en que debemos cuidarnos. Y mucho. Y aprender. Aprender que lo más importante en la vida es lo único que, cuando se agota, nunca podemos recuperar: el tiempo.

 

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