Desde el año 1999, el Ayuntamiento de Palma – con alguna participación del Ministerio de Cultura – ha ido subvencionando una serie de prospecciones arqueológicas. Y digo el Ayuntamiento de Palma porque, aunque pueda sorprender a más de uno, el archipiélago de Cabrera pertenece al municipio de Palma.
Como resultado de esas excavaciones han surgido una serie de publicaciones coordinadas por el arqueólogo Mateu Riera, en donde se da a conocer un dato sorprendente. Resulta que en algunas de las islas cabrerenses, entre los siglos V-VII d.C., se instaló una comunidad cenobita, que otorgó a Cabrera uno de sus periodos más interesantes.
Al mismo tiempo que el hallazgo cogió por sorpresa a los historiadores, también es cierto que no sorprendió descubrir que unos ermitaños se instalasen en unas pequeñas islas del Mediterráneo occidental. De hecho, la tradición del hombre que se adentra en el desierto, o en otros lugares inhóspitos, con el objetivo de ejercitar su ascesis se remonta a miles de años atrás. Esto mismo sucedió con algunos de los cristianos de los primeros tiempos. San Juan Bautista, por ejemplo, vivía en el desierto comiendo miel y langostas. De la vida de estos anacoretas prácticamente no nos han llegado noticias. Sólo unos pocos nos son conocidos. Tradicionalmente en Mallorca ha existido una gran devoción hacia algunos de ellos: San Antonio (✝356) o san Martín (✝397), por ejemplo. San Ambrosio dejó escrito un ditirambo sobre la costumbre de irse a vivir a islas desiertas: “las islas del Mediterráneo, desgranadas por la mano de Dios sobre las olas como las perlas de un collar, ejercen una poderosa seducción sobre los amantes de la soledad, se convierten en asilo de la continencia y la devoción, y resuenan con el canto de los monjes”.
En el año 603, el papa Gregorio I encargó a un enviado especial que pusiera orden y evitara los desmanes de los religiosos del monasterio del pequeño archipiélago.
Por lo tanto, no es tan extraño que los arqueólogos hayan encontrado en Cabrera restos de una de esas comunidades ascéticas “repartidas sobre las olas”. A pesar que la excavación e investigación todavía no ha finalizado, ni mucho menos, sí se han podido llegar a una serie de resultados: se ha constatado una importante ocupación humana de las islas de Cabrera y Conejera, centrada principalmente entre los siglos V al VII d. C., que correspondería con la presencia de los ermitaños o cenobitas. Además, parece ser, que estos habitantes disponían de un taller de púrpura, datado en el siglo V, igual a los existentes en las Pitiüses y en el norte de África. Al mismo tiempo, también se han descubierto unas cubetas excavadas en la roca natural que formaban parte de una factoría de salazones auque, por ahora, no se ha podido precisar qué productos se realizaban en ella. Esta factoría también estaría relacionada con la comunidad religiosa. Con todos estos resultados podemos pensar que los ermitaños aprovechaban la estratégica ubicación de Cabrera para ofrecer sus productos y conseguir así otros que no se podían encontrar en la Isla. Así lo insinúa Riera: “Este archipiélago [de Cabrera], aparentemente alejado de todas partes, se encuentra en un punto capital dentro de las principales rutas de navegación que cruzaban el Mediterráneo en la Antigüedad”.
Pero, parece ser, que este tipo de actividades comerciales, a la larga, fueron perjudiciales para la comunidad de anacoretas. Sus vidas se fueron descarrilando hasta tal punto que el propio papa tuvo que llamarles la atención. Tan es así que el único documento escrito que se refiere a esta comunidad es una carta del sumo pontífice Gregorio I, datada en el año 603, que refleja que enviaba un intercesor para que conminase a los religiosos a encauzar su vida monacal: “Allá dónde la gravedad de las culpas pide la aplicación de la ley canónica, hace falta que no pongamos a un lado el que se debe corregir, no sea que, haciendo la vista gorda, demos fuerza a las acciones depravadas que, así lo encontramos, debemos segar con la hoz de la disciplina. Porque nos ha llegado la noticia de que los monjes del monasterio que se encuentra en la isla de Cabrera, situada cerca de Mallorca, obran de manera tan perversa y han sometido sus vidas a varios crímenes, que manifiestan que, más que servir a Dios, luchan, y lo decimos llorando, a favor del antiguo enemigo. Tú, respaldado con la autoridad que te dan estas letras, dirígete al citado monasterio […] todo aquello que encuentres que debe ser arrancado lo debes corregir imponiendo las penas correspondientes […] Tu manera de corregir debe servir tanto para hacer volver a los monjes al camino de la buena vida monacal, como porque de ninguna forma tú no seas culpable en nada ante nosotros”.
Desconocemos los detalles de cómo acabo el asunto, pero sí sabemos que el emisario no debió tener mucha suerte, pues la comunidad de Cabrera desapareció en ese mismo siglo.
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